«Cease conceiving of education as mere preparation for later life, and make it the full meaning of the present life».
John Dewey, Self-Realization as the Moral Ideal (1893).
No hace mucho que soy profesor de educación secundaria. El mío no es un caso habitual. Tengo una formación interdisciplinar y antes de ejercer esta profesión he tenido experiencias muy diferentes. La mayor parte de mi actividad profesional la he desarrollado en el extranjero y estoy habituado a los estándares de trabajo de las colaboraciones científicas en Europa y Norteamérica, ya que he estado a cargo de este tipo de proyectos como investigador principal y como gestor, y todo ello forja el carácter y confiere una serie de estándares y referencias.
Es por esto que la vuelta a las aulas, que coincidió además con la vuelta a España por motivos personales, fue todo un shock para mí. No soy muy dado a compartir este tipo de experiencias, pero a sugerencia de mi compañero Raül pienso que puede ser interesante dejar algunas cuestiones por escrito, a modo de reflexión, que tal vez pueda resultar interesante, tal vez incluso útil, a aquellos incautos con un perfil similar al mío que han acabado en un instituto o que se están planteando dar ese paso por el motivo que sea.
Lo primero que me llamó la atención al pisar un centro fue una especie de queja permanente. En cada momento, en cada lugar, muchos compañeros se quejaban del alumnado, del equipo directivo, de la inspección educativa, de la legislación, de sus condiciones de trabajo… Los aficionados a la literatura recordarán lo que Luis Cernuda llamaba el ruego insistente de Góngora, del que ya hemos hablado en otra ocasión en este blog. Algo así me pareció encontrar a mí, y el rumor no ha cesado desde el primer día. De hecho, se ha acrecentado con la nueva ley educativa.
Ciertamente el salario es muy inferior al que percibe un científico o un ingeniero en Europa, pero también es cierto que casi cualquier persona puede ser profesor en España. No se pide apenas nada para acceder como interino y recientemente se ha concedido la plaza de funcionario a muchas de estas personas, sin pasar siquiera una evaluación. He sido presidente de un tribunal de oposiciones y sé que distan de ser perfectas pero confiaba en el Art. 103.3 CE y este desafuero me parece devastador. A mi juicio, puede provocar que los jóvenes que están dedicando años a su formación se desanimen y que esta profesión sea atractiva para algunas personas que quieren un trabajo sencillo y relativamente bien pagado, comparado con otras alternativas a las que pudieran acceder. Básicamente, ser profesor puede ser el plan B de gente muy diversa.
Afortunadamente, a los que acceden al sistema de forma extraordinaria se unen muchas personas que están cualificadas, han accedido a la profesión a base de estudio y esfuerzo, se implican y hacen bien su trabajo. Estos profesores no están suficientemente remunerados. Es más, están todavía peor reconocidos; no se tiene en alta estima a los docentes en España precisamente. No obstante, será difícil que esto suceda si apenas hay filtro para acceder al puesto y lo que se cuenta de los profesores (en ocasiones cierto, otras no tanto) no invita precisamente a otorgarles una medalla. Si a esto se añade que no cualquiera es capaz de enfrentarse a 30-35 adolescentes, hora tras hora, es comprensible que haya mucha frustración en la profesión.
Además, el ecosistema del centro no siempre facilita las cosas. Según mi experiencia, está muy marcado por las inercias, por la opacidad y por los intereses creados. El lector pensará que esto pasa en cualquier empleo, pero al menos yo he conocido entornos laborales muy diferentes. En un instituto existe una buena parte del personal que elude sistemáticamente sus funciones o que se dedica a tareas insólitas y contraproducentes, que nada tienen que ver con su puesto, y tan funesto comportamiento llega a ser recompensado. En un centro con más de mil alumnos que han de ser atendidos esto contribuye a aumentar dramáticamente la carga de trabajo de quien sí da la talla. Cabe añadir que es muy probable que el buen profesor se sienta muy solo cuando trate de sacar su trabajo adelante con un mínimo de rigor y respeto por las normas.
¿Cuál es la parte positiva? Afortunadamente la hay, y puede compensar. Para aquellas personas que sean trabajadoras, tengan empatía y disfruten enseñando (son condiciones imprescindibles) esta profesión puede ser un auténtico lujo. Como ocurre con el profesorado, entre el alumnado hay mucha diversidad y nunca se puede llegar a todo el mundo, pero mi experiencia señala que, en general, la respuesta de los estudiantes es muy positiva. Lo que en ocasiones puede no valorar la administración o el centro, el alumnado lo estima con creces y puede percibirse sin atisbo de duda que se contribuye de manera decisiva a que crezcan como alumnos y como personas. En un mundo plagado de lo que David Graeber llamaba bullshit jobs, esto es algo que se ha de tener muy en cuenta.
¿Qué pasa entonces con el resto de los elementos de la ecuación? Sugiero aplicar lo que mi compañero Raül llama dicotomía de control, un concepto que tiene sus raíces en el estoico griego Epícteto y que básicamente consiste en distinguir entre aquello que depende de nosotros y podemos cambiar y aquellos elementos externos que debemos aceptar tal y como son, por muy absurdos e injustos que nos parezcan. En las sabias palabras de mi abuelo: Señor, dame templanza para aceptar que existen los vagos y los maleantes, dame sabiduría para mejorar lo que yo pueda cambiar, pero no me des fuerza. Señor, no me des fuerza, que como le dé un sopapo a alguno acabo en el cuartelillo.
Ahora en serio, sugiero al presente o futuro profesor que se concentre en sus clases y se aísle de todo el rumor tóxico que a veces impregna el centro. Probablemente se podrá encontrar un aguja en un pajar en algún rincón del peculiar catálogo de formación del profesorado, los seráficos grupos de trabajo o los innumerables proyectos que engalanan la web del centro con sus coloridos logos. Seguramente se podrán encontrar compañeros capaces y comprometidos con su trabajo. Sin embargo, donde sin duda se van a encontrar diamantes en bruto es en el aula, donde no valen los adornos ni los subterfugios y cada uno se retrata como es.
No tengo la bala de plata ni el bálsamo de Fierabrás que pudieran remediar los muchos males de la docencia, y mucho me temo que esas taras están aquí para quedarse. Tan solo puedo sugerir que seamos realistas; no pretendamos ser el brillante ingeniero Mark Thackeray, la pertinaz marine LouAnne Johnson ni el celebérrimo profesor de literatura John Keating. No pretendamos cambiar el mundo, ni siquiera el centro, centrémonos en el aula. Y allí, como ya hemos dicho alguna vez en Re-Programa: Ánimo honesto y evitar el daño es educar, quien lo probó lo sabe.
Si un desafortunado encuentro con alguno de esos infames sicofantes que van apestando las aulas acaba con tu paciencia y finalmente decidieras que esto no es para ti y quieres volver al mundo real, donde probablemente estés más valorado, no sabes cómo te entiendo. No obstante, no desprecies la extraordinaria experiencia que supone educar (o intentarlo). Tras tan arduo viaje, por fin comprenderás lo que significan las Ítacas y tendrás el convencimiento de que muchos de tus alumnos recordarán a aquel tipo tan pesado y tan paciente que les consiguió enseñar dos o tres cosas.
Mi abuelo todavía lo recuerda.
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Feliz miércoles.
Vicente, Elio y Raül